Huesca temática

Número 10. Enero de 1999. English language Menú pfrincipal

El Conde de Aranda

 

D. Pedro Pablo ABARCA DE BOLEA y Ximénez de Urrea, X conde de Aranda, nació en su castillo de Siétamo (Huesca) el 1-VIII-1719 y se graduó en la Universidad Sertoriana de Huesca, en cuyo paraninfo ocuparía lugar de honor su retrato. A lo largo de su vida se cuenta con el servicio a cuatro reyes: Felipe V, Fernando VI, Carlos III y Carlos IV, resulta difícil establecer una escala de valores que dé la medida exacta de este aragonés dos veces grande de España de 1ª clase, que llegó a ser el capitán general más joven de Carlos III y que alcanzó, entre otras metas, la de embajador en Portugal (1755-56), director general de Artillería e Ingenieros (1756-58), embajador en Polonia (1760-62), general jefe del ejército invasor de Portugal (1762-63), presidente del Alto Tribunal Militar que juzgó a los oficiales que perdieron La Habana, conquistada por los ingleses (1764-65), capitán general, presidente de la Audiencia y virrey de Valencia (1765-66), presidente del Consejo de Castilla y capitán general del mismo reino (1766-1773), embajador y ministro plenipotenciario de España en París (1773-1787) y, finalmente, secretario interino de Estado o primer ministro de Carlos IV (1792), para luego seguir como decano del Consejo de Estado (1793-94).

El conde de Aranda fue, ante todo, un militar por vocación y por profesión. Sin embargo, a pesar de su activa participación en las campañas de Italia, donde a los veintiún años alcanzó el grado de coronel de Infantería, ni en las de Portugal, donde obtuvo el de capitán general a los 43 años, su carrera militar fue un fracaso, pues no pudo ejercerla al serle confiados otros cargos diplomáticos y políticos.  Busto del Conde de Aranda Así, ni en la guerra de Marruecos (1774), ni en el desastre de Argel (1 775), ni, en el primer sitio de Gibraltar (1779-80), ni en la conquista de Menorca (1781), ni en el segundo asedio de Gibraltar (1782) consiguió que Carlos III le llamara, a pesar de sus súplicas, aspiraciones y hasta destemplanzas para conseguir tal fin. Este aspecto del conde no ha sido debidamente valorado, a pesar de que constituye, sin duda, su cualificación personal más destacada. Y aunque, como él mismo afirmaba, desarrolló otras muchas actividades: como gobernante, diplomático, industrial (recordemos su fábrica de cerámica de Alcora).... a ninguna profesó tan destacado amor como a su profesión castrense, pasión que nos legó dos obras, todavía en vigor, como son las Ordenanzas militares, y el Himno real que se trajo como un obsequio de Prusia.

Sin embargo, a pesar de este extraordinario historial político-militar, que podría completarse con sus honores, preeminencias y sus veintitrés títulos nobiliarios, el conde de Aranda sigue siendo desconocido. Más aún, dentro de la tan fácil como falsa historiografía de buenos y malos, de vencedores y vencidos, al conde le ha tocado desempeñar el papel de "malo". Rara vez se le menciona si no es para recordar su carácter enciclopedista y volteriano (con todo lo que esto tiene de negativo en ciertas mentalidades), su enemiga a los jesuitas, su amistad con los revolucionarios franceses o su pretendida fundación de la masonería española; tópicos que forman un retrato ya estereotipado de Aranda, y que, por desgracia, todavía se repiten hasta la saciedad en nuestros días. Menéndez y Pelayo lo define así: "Militar aragonés, de férreo carácter, avezado al despotismo inflexible; Pombal en pequeño, aunque valía más que él, y tenía cierta honradez brusca al estilo de su tierra; impío y enciclopedista, amigo de Voltaire, de d'Alernbert y del abate Raynal; reformador despótico, a la vez que furibundo partidario de la autoridad real, si bien en sus últimos años miró con simpatía los revolucionarios franceses, no más que por su parte irreligioso". Todavía puede leerse al pie de su fotografía, en el tomo IV de la Historia Universal publicada por el Instituto Gallach de Barcelona, lo siguiente: "D. Pedro Abarca de Bolea, impío y enciclopedista, íntimo amigo de Voltaire, Gran Maestre de la Masonería y principal realizador de la conjuración contra los jesuitas".

Ésta es, por así decir, la imagen "oficial" de Aranda. Sin embargo, la auténtica imagen del conde de Aranda es muy otra, ya que no fue tan impío ni enciclopedista como se dice, ni amigo íntimo de Voltaire, ni por supuesto gran maestre de la Masonería, y ni siquiera enemigo de los jesuitas, sino más bien lo contrario.

Ciertamente Aranda era un ministro "ilustrado", y la parte que tomó en la expulsión de los jesuitas extendió su reputación al otro lado de los Pirineos. Cuantos mencionan los años que duró su embajada en Francia hablan reiteradamente de la amistad que anudó en París con algunos filósofos y enciclopedistas de renombre. Sin embargo, nadie ha aportado todavía documentación que dé consistencia al aspecto enciclopedista de Aranda con lo que de "impío" o "irreligioso" suele llevar consigo este epiteto. Pues ni la tan aireada carta de Condorcet (1792), ni las palabras de Voltaire en su Diccionario filosófico, ni mucho menos los elogios que le dedicó Fígaro, el falso marqués de Langle, tienen más valor que el puramente anecdótico de mostrar la ingenuidad de quienes ignoran quién era y cómo pensaba el conde de Aranda de los jacobinos y de los revolucionarios franceses. Pensamiento que quedó bien patente en la crisis política del 10 de agosto de 1792, en la que se decidió declarar la guerra contra la Francia revolucionaria y donde los calificó con el no muy cariñoso epíteto de rebeldes y "fanáticos gallos", contra quienes había preparado un ataque bien pensado; proyecto que mantuvo con ilusión, incluso bastantes días después del desastre de Valmy, hasta que la evidencia de las circunstancias le impusieron el "pacifismo". Como comenta Chaumié, "Aranda, a pesar del barniz filosófico que había podido coger en París en sus relaciones con los Enciclopedistas, permanecía esencialmente español y muy desconfiado de toda corriente de pensamiento proveniente del otro lado de los Pirineos, ya viniera de los agentes revolucionarios, o de los emigrados realistas". Este pacifismo que defendió a ultranza Aranda, le llevó al enfrentamiento personal con Godoy, a lo largo de 1794, que acabaría con el destierro y posterior proceso de Aranda: el embajador de Viena en Madrid, conde von Kageneck, en su correspondencia con la corte imperial vienesa irá plasmando día a día esa tenacidad y constancia de Aranda por mantener un pacifismo que sería falsamente interpretado como connivencia o amistad revolucionaria.

En cuanto a la presunta fundación de la masonería española por el conde de Aranda, uno de los tópicos que con más fuerza ha arraigado, hay que decir que no pasa de ser una mera leyenda fraguada y difundida a finales del siglo XIX, y que carece de todo valor y consistencia. Aranda no sólo no fundó la masonería española, sino que ni siquiera fue masón, como han dejado de manifiesto recientes investigaciones y publicaciones.

Otro tópico o fantasma con que se ha cargado al conde de Aranda ha sido el de su odio contra la Compañía de Jesús o, mejor dicho, contra los jesuitas. De hecho, a pesar de toda la leyenda que se orquestó para presentarle como el enemigo de los jesuitas y el mayor responsable de su expulsión, su papel se limitó en gran parte, y en calidad de Supremo Magistrado del Reino y comandante general del Ejército y Policía, a poner en práctica una resolución que se estaba preparando en Madrid tiempo antes de que él fuera llamado a la corte. Aranda actuó como un estratega que aporta y desarrolla un plan bien concebido -que resultó casi perfecto- y del que cuidó hasta el más mínimo detalle, como fue el tabaco y chocolate que podían llevarse los expulsos entre sus cosas; el número de religiosos que debían ir en cada calesa o coche; buscar maestros que los sustituyesen, de forma que no se interrumpieran ni un solo día las clases en sus colegios. 0 si se prefiere, actuó "como verdugo a quien se le hace venir la víspera de una ejecución", según palabras de Las Casas, embajador de España en Venecia, quien ya en 1792 se extrañaba de que toda Europa le atribuyese la expulsión de los jesuitas de España, cuando en realidad "él no tuvo parte alguna; fue encargado de la ejecución. Esto es todo. Fue uno de los últimos a quienes se le dijo, cuando ya estaba ello resuelto".

 Fotografía de un retrato de D. Pedro Abarca En este sentido, resulta sintomático que los mismos jesuitas expulsos, del único que hablan con cariño y agradecimiento sea precisamente del conde de Aranda. Y es que desde su misma infancia estuvo íntimamente ligado con ellos. Su primera instrucción corrió a cargo de dos jesuitas (el P. José Martínez, procurador de la provincia jesuítica de Aragón, y el P. Tomás Cerdá, filósofo y matemático). Por otro lado, no solamente era hermano de sangre de un jesuita (el P. Gregorio Iriarte), a quien no permitió ir al destierro, sino que contaba con sinceros y fieles amigos en la orden: el P. Isidro López (confesor de su mujer), su primo el P. José Pignatelli (hoy San José Pignatelli), el P. Martínez, el P. Antonio Poyanos y tantos otros, quienes en el destierro de Italia le seguían siendo fieles en su cariño y amistad. Amistad a la que el conde correspondía ayudándoles económicamente. No hace falta recurrir al P. Coloma, quien afirma que el conde de Aranda se distinguía por sus muchos favores personales y extraordinarios hechos a numerosos jesuitas, ya que se conservan en el Archivo Histórico Nacional de Madrid testimonios verdaderamente elocuentes del secretario de Aranda, Clemente Campos, quien visitó de parte del conde a no pocos de los jesuitas expulsos en Bolonia, Ferrara y Venecia, durante el verano de 1786.

De las tres embajadas que tuvo que desempeñar, en Lisboa, Varsovia y París, hay que destacar su participación en el Tercer Pacto de Familia, y posteriormente en las negociaciones que llevaron a la independencia de las colonias americanas y constitución de los EE.UU. de América.

De su preocupación americanista para conservar las posesiones españolas de ultramar hay testimonios que dejan constancia de que ésta era una idea obsesiva en Aranda, la cual le llevó a proponer una serie de soluciones que no fueron atendidas, a pesar de que la historia acabaría dándole la razón, en lo que maravilla su profético visión del futuro.

De la vinculación del conde de Aranda a Aragón quedan pruebas fehacientes a través del célebre "partido aragonés" o de la Sociedad Económica Aragonesa de Amigos del País, donde manifestó su especial interés por las obras de Aragón, como la construcción del Canal Imperial de Aragón, o sus proyectos por hacer navegable el Ebro, o simplemente sus esfuerzos por paliar "tantos daños y abandonos que de siglos tienen aniquilado el Reino de Aragón". Falleció el 9 de Enero de 1798, en su palacio de Épila (donde se había retirado hacía tres años) a la edad de 79 , dejando una herencia de 9.000 piastras de renta anual, la cual pasaría a la familia del Duque de Híjar, después de la muerte de la señora María PIlar.

Su voluntad, expresada doce años antes de su muerte, fue que su cadáver fuera trasladado al monasterio de San Juan de la Peña, para descansar al lado de sus mayores; como así se hizo, depositando los restos del conde en la capilla de Ntra. Sra. del Pilar. En 1869, y con motivo del proyecto de Panteón Nacional de hombres célebres, fueron exhumados sus restos y trasladados a la iglesia de San Francisco el Grande de Madrid; pero, no habiéndose realizado aquella obra, se depositaron nuevamente en el monasterio altoaragonés el 2 de julio de 1883.

El conde de Aranda contrajo matrimonio, por poderes, en Madrid, el 21 de marzo de 1739, a los 19 años, con Ana María del Pilar Fernández de Híjar, hija del VIII duque de Híjar. Luis Augusto, único hijo varón de los condes de Aranda, falleció en Zaragoza en 1755, quedando sin descendencia masculina la casa de los Aranda. El 10 de diciembre 1783 falleció también su esposa. Sin embargo, Aranda, deseoso de dar descendencia a su apellido, volvía a casarse, a sus 65 años, con su sobrina M.' Pilar Fernández de Híjar y Palafox, de 17 años.

La Ciudad de Huesca, dedicó una calle al famoso político dieciochesco aragonés don Pedro Pablo Abarca de Bolea y Ximénez de Urrea, Conde de Aranda, que reunía en sí dos de la más ilustres y nobles progenies de ricoshombres de Aragón. Se trata de una modesta y pequeña calle para tan ilustre prócer, fue sección de la calle de la Almendrera (Heredia); hoy posee unos vetustos edificios espaldados. Le daba un aire pintoresco en su renegrido cuchitril, la ancestral figura de la señora Vicenta, vigilando día y noche las ruinas de su casa, la antigua tocinería de Miranda, destruida durante la guerra civil. En otro tiempo, y en las tardes festivas, las aceras de esta calle se llenan de jóvenes que ingerían, en medio del bullicio general, los enormes bocadillos del bar París hoy situado en un nuevo local de la vecina calle de los Hermanos Heredia. En la esquina con la calle de Lanuza se halla la acreditada tienda de ultramarinos y verdulería de Daniel Calasanz, atendida por su mujer y hermana, Josefina y Felisa, muy populares en el barrio. Esta calle comunica la de Lanuza con la de Heredia y pertenece a la parroquia y barrio de Santo Domingo y San Martín.

Bibliografía. * Gran Enciclopedia Aragonesa. ** "Las Calles de Huesca" de Julio V. Brioso



  Hay más artículos !!Artículos Literarios del Altoaragón (Huesca, España)



 Visite Huesca, le sorprenderá ....


     Acceso a Twitter