Leyendas
en el altoaragón
En la selva de Oza habitaba una
mora que había logrado reunir, con ciertas artes, una gran cantidad
de cálices, cruces y demás objetos de culto. Un pastor de los
contornos encontró un día, perdido en el monte, uno de aquellos
cálices. Fiel cristiano, se apresuró a llevarlo a Siresa, pero
pronto advirtió que era perseguido por la mora. Corriendo cuanto
podía, llegó al monasterio de San Pedro sabiendo que allí encontraría
seguro refugio, ya que, por ser recinto sagrado, estaría libre
de su perseguidora. La mora, enfurecida, se convirtió en serpiente,
y dando suelta a su ira dio un fenomenal coletazo en uno de
los bancos de la entrada, en el que quedó grabada la huella
de su cola.
El Forato de la Mora, de Aquilué, una cavidad en el hoy barranco de
la Virgen de los Ríos, conserva el recuerdo de una mora misteriosa
que solamente salía de su cobijo para peinar a una señora principal
del pueblo. Era su trabajo de tal perfección, que era recompensada
con pepitas de oro.
De peinadora es también la historia
de la reina mora de Rasal. En las cuevas que han tomado su nombre,
vivían, en acomodos contiguos, un moro y una mora unidos sentimentalmente.
Una anciana de Rasal acudía todos los días hasta allí para peinar
los hermosos cabellos de la mora, pese a que nunca percibía
gratificación alguna por su tarea. Hasta que un día, en pago
a su maravilloso trabajo, aquella reina de las cuevas le obsequió
con un gran rebaño de vacas, que apareció a sus espaldas. Su
generosa donante le advirtió que no mirase hacia atrás hasta
que la última vaca de la manada hubiese entrado en su corral,
pues de hacerlo así, el rebaño se dispersaría y desaparecería
por el monte.
La anciana, con gran excitación, y acompañada
por el estruendoso concierto de mugidos y esquilas a sus espaldas,
siguió el consejo, y así llegó hasta el establo. Abrió la puerta
y empezaron a entrar las vacas, cuyo número parecía no menguar
nunca. De tal modo, que la vieja peinadora, asombrada de la
cantidad de reses que entraban en el corral, olvidando la advertencia
de la mora, volvió la cabeza en un irresistible impulso de curiosidad,
y en ese mismo momento tanto las vacas que faltaban por entrar,
como las ya encerradas, se dispersaron y desaparecieron tal
como predijo su donante. Cuando pudo cerrar la puerta del establo,
sólo quedaron allí cuatro animales. Los hechos ocurrieron en
Casa Petrico de Rasal.
El Ibón de Plan también
es conocido como Basa de la Mora, y sobre sus cristalinas aguas,
los limpios de corazón, pueden ver, en la mañana del día de
San Juan, el espíritu transfigurado de una hermosa agarena que
se desliza y baila sin cesar por la azul superficie del impresionante
lago o ibón.
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Dicha mora, va toda ella va vestida
con el más fascinante de los atavíos: serpientes de los más
variados colores que enroscan su cuello, brazos, piernas, pies
y manos, y que, con los movimientos de la danza, refulgen al
sol con los mil brillos de la más preciosa pedrería. Dicen que
es el alma de una princesa mora que un día, huyendo de uno de
tantos lances entre moros y cristianos de aquellos lejanos tiempos,
se perdió por los picos de Gistau, y vaga, desde entonces, por
aquellas cumbres y bosques. Sólo en las horas mágicas de la
mañana de San Juan se hace visible su ánima errabunda, allí,
sobre las aguas del ibón, de la basa o balsa, donde los limpios
de corazón, las miradas puras, pueden contemplar su fantástico
baile. La tradición recomienda para alcanzar esa pureza visionaria
lavarse la cara en las frías y cristalinas aguas de la basa.
Más historias altoaragonesas
hablan de moras encantadas: la reina mora de Alquézar, que tras
la toma de la población por los cristianos, fue capturada y
mantenida presa en una cueva (Cueva de la mora); la prisionera
reina mora de las Cuevas de la Reina, de Santa Eulalia la Mayor,
en la zona de Vadiello, ahora sumergidas bajo las aguas del
pantano; la invisible mora de Sena, que tendía en un tozal la
ropa que lavaba; la reina mora de Belarra, y sus damas -que
otros convirtieron en una reina bruja y sus compañeras-, que
han hecho leyenda su lugar de asiento (a Silla de la mora),
moras y moricas que dejaron su imborrable recuerdo en grutas,
fuentes, lagos y picos.
Como las cuevas de Chaves y Solencio, de Bastarás, que fueron durante largos años
vivienda de una mora encantada. Allí acudían los pastores del contorno a depositar
cada día un pan y una alcuza de agua. Era un tributo que exigía la mora. El pan
desaparecía y la alcuza diariamente se vaciaba. La noche de San Juan se mostraba
la encantada habitante, y si algún joven e inexperto pastor se descuidaba y
rondaba por las cercanías, la mora lo fascinaba con su belleza y lo introducía
en su escondrijo donde dicen que se desposaban. Al año justo, el pastor moría.
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